La figura en la borra
Caminaba por calle 25 de Mayo como si fuese cualquier otra calle: podría ser Marcos Paz, Mendoza o Córdoba. Podría recorrerla de sur a norte o de norte a sur. Daba igual: caminaba sin destino, pensando en miles de cosas, en regalos de cumpleaños, en el trabajo, en el estado de la ciudad. Esquivaba personas como quien esquiva postes y, aunque llevaba la mirada en alto, no cruzaba la de nadie. Parecen pocos los que me cruzo, pero son muchos, quizá cien personas por minuto. Pienso si alguien habrá contado cuántas personas se cruzan cotidianamente. Dejo ir ese pensamiento, llego a la esquina y observo el semáforo: está en rojo. Puedo cruzar. Continúo por 25 de Mayo, una calle que conozco de memoria. Sé dónde se ensancha la vereda, dónde el sol golpea a la tarde. La multitud avanza despacio y yo también, hasta que un hueco se abre y acelero, como si fuera una pista. Paso a uno, a dos, a tres. Un juego absurdo: nadie compite, pero yo gano. Cruzo de vereda. Me detengo frente a una vidriera con ropa que no pienso comprar. La miro con detalle: hay prendas para todos los gustos. Prefiero seguir. El aire dulce a praliné me detiene un momento; enseguida el aroma a café me empuja hacia la esquina. Es la cafetería: asomo la mirada hacia adentro y busco un lugar donde sentarme. Elijo un rincón y, sin pensarlo demasiado, ya estoy adentro. Es un buen lugar: un vidrio me separa de la gente que camina sin mirar. Y ahí estoy yo, sentado, esperando. El mozo se acerca con una libreta. Le pido un café en jarrita y la mano, involuntaria, acompaña el pedido. Mientras espero, mi mirada se pierde en la calle. Afuera la gente sigue caminando, algunos con prisa, otros sin ella. El mundo rueda sin mí. El café me sorprende humeante. Lo tomo sin apuro, disfruto cada sorbo y observo. La taza se enfría rápido, pero puedo tomar el café frío. El vidrio se convierte en pantalla. La ciudad pasa como una película improvisada: un hombre mastica el aire con los auriculares puestos, marcando un compás que sólo él escucha; una mujer discute con un fantasma al otro lado del teléfono, la mano libre dibujando gestos en el aire. Escenas fugaces, sin guion ni aplausos. Yo las miro como quien espía una obra que nunca le pertenece. Y ahí me quedo. A veces pienso que la borra del café puede leerse, que quiere darme una señal, un mensaje que no llega. Miro de nuevo el fondo de la taza y entonces lo veo: una forma extraña; puede ser un número o una letra, imposible saberlo. Me inquieta. Levanto la vista y alguien, entre la multitud, me sostiene la mirada como si leyera el mismo secreto. El mozo irrumpe con la cuenta; la hoja amarillenta me tapa la visión. Cuando vuelvo a mirar, ya no hay nadie. Pago y salgo. El aire está más frío de lo que recordaba. Camino unos metros. Instintivamente miro hacia el bar: otra persona ocupa el lugar donde me senté yo. Frente a él, otra taza. En la borra, la misma figura.
Contexto: Un café y la sensación de que a veces lo mínimo abre una grieta.
Y vos, ¿Sos más de ver la ciudad como escenario o como personaje?
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